jueves, 21 de abril de 2011

Perú I


 Nuestro destino, Puno, aún quedaba muy lejos. En Desaguadero el bus haría una parada para el sellado de pasaportes. El mío como venía siendo habitual se quedaría sin el suyo. A estas alturas ya no interesaba que se percataran de mi presencia pues hacía tiempo que se podía considerarme un inmigrante ilegal.
Llegamos a Puno de noche, aunque no tanto como consideramos, ya que en Perú debíamos retrasar nuestro reloj una hora. Las calles son peligrosas a partir de las nueve nos dijeron, por lo que hasta casa de nuestro couch llegaríamos en taxi. Lizandro, un tipo peculiar, rondaba la treintena, humilde y formado en sociología, manejaba ciertos proyectos en mente. Su sueño, crear una especie de espacio cultural-espiritual. Una especie de biotemplo con cultivos de San Pedro y piedras energéticas que alojaría a gringos y viajeros por el módico precio de quince dólares con derecho a cama y sesiones chamánicas.
En Puno había bien pocas cosas que hacer pero Uno decidió que debíamos descansar un poco antes de afrontar la ardua tarea de tomar un bus en Perú. Lizandro nos aconsejó visitar unas ruinas Incas del lugar, algo que Tres rechazó y nos limitamos a visitar el paseo a orillas del lago Titicaca y el centro de la ciudad con su Plaza de Armas para degustar un delicioso Chococookie. Esa misma tarde fuimos a tantear la terminal. Poco tiempo bastó para encontrar un bus que nos aceptara. Billetes en mano descansaríamos una noche más en casa de Lizandro antes de partir hacia Cuzco.
Al día siguiente nos presentamos en la terminal. En la agencia de transporte nos negaron la entrada pese a tener los billetes, Tres, tras charlar con los encargados y ver que no cedían salió en búsqueda de un policía. Mientras tanto Uno dialogó de nuevo y al no vislumbrar opción devolvió los billetes. Tres llegó con dos policías, ellos la apoyaron, si teníamos los billetes era su obligación llevarnos. Pero esos billetes ya no los poseíamos cosa que enfureció a Tres. Suerte tuvimos ya que nuestro reloj aún iba con hora boliviana y esa hora de margen permitió a Uno encontrar unos billetes más económicos a la misma hora de salida prevista.
Nos dirigíamos a Cuzco pero debíamos llegar a Abancay, lugar donde nos esperaban Laia y Andreu dos compañeros de Laura, gran amiga de Tres. No nos lo iban a poner fácil. En la terminal de Cuzco las negaciones se volvieron a repetir sin cesar. No podíamos salir de allí. Tres cansada de discutir salió en busca de un taxi y éste nos dijo que existen terminales de combis que, a un precio un poco mayor y menor tiempo, se dirigen a Abancay haciendo transbordo en Curahuassi.  Casi cuatro horas más tarde y pagando un asiento extra por mí ya estábamos en “El valle de eterna primavera” capital de Apurimaq. Pocos minutos tras agarrar un taxi hasta la terminal central de Abancay nuestros amigos hicieron aparición.
Linda pareja alojada en la escuela de educación especial La Salle. Estos estaban allí realizando un proyecto de alfabetización a niños discapacitados. Pese a que la escuela poseía camas extra, esa noche nos hospedaríamos en un hostal, pues debían consultar al director si era posible quedarnos allí. Yo como de costumbre era el problema… Para salir del colegio debíamos cruzar un aula en la que encontraríamos alumnos trabajando y esto incomodaría a nuestros anfitriones.
Al día siguiente planificaríamos nuestra escapada a Machu Picchu. Una ruta económica encontrada en internet sería nuestro objetivo. Ese día pudimos cocinar rica chuleta en la cocina de la escuela y visitar un centro de tarde en un barrio con población con riesgo de exclusión social en el que nuestros amigos también ofrecían voluntariado. Fuimos cautos y recorrimos la ciudad en busca de la terminal de combis en la que llegamos, debíamos partir de ahí al día siguiente pero no sabíamos donde estaba. Tras caminar una hora encontramos un local del que partía transporte comunitario. Este sería el elegido para iniciar la ruta. Al anochecer, tras unas copas de vino dulce peruano, decidimos ir a dormir, el día se antojaba cansino y con muchas horas de viaje.
A las nueve de la mañana nos presentamos en el local. Allí únicamente encontramos a la dueña y no parecía que la combi, aún ausente, fuera a llenarse. Esperamos, pero el tiempo pasaba y únicamente se presentó un muchacho con su caniche enfermo en brazos. De repente, tras una hora y media de espera, llegó una pick-up repleta de policía y funcionarios del ayuntamiento cargados con documentos y cámaras fotográficas. En quince minutos desalojaron a la mujer y clausuraron su local. Pese a esto, la combi se presentó en el lugar y aparcó una cuadra más arriba pues el chofer no quería salir en ninguna foto. No había gente suficiente como para realizar el trayecto en dicho transporte, así que la ya no tan dueña detuvo un taxi para esa labor. Esta no recibió compensación alguna por su trabajo pues faltaba una persona en el taxi, algo que, pese a quien le pese, no nos importó, debíamos iniciar el trayecto o perderíamos el día.
Deshicimos la ruta hasta Cuzco, allí una granizada nos sorprendió y esto ocasionó que nos precipitáramos a coger una combi muy cara en la terminal a Ollantaytambo. Llegamos al lugar dos horas más tarde, un poblado muy lindo y turístico en el mismísimo centro del Valle Sagrado. Este consistía en tres ruinas Incas que rodeaban la zona, pero su precio, idéntico al de Machu Picchu, fue desestimado por mis acompañantes pues tampoco eran tan impresionantes como para ir malgastando soles que buena falta nos harían.

Machu Picchu paraíso de la cultura Inca y actualmente de los seguidores místicos de la dicha, es el máximo exponente turístico del país. Las magníficas ruinas, pero, fueron malvendidas a empresas “inglesas y chilenas” las cuales han hecho su altar a precios desorbitados. La única forma de llegar en transporte hasta la cumbre es en tren. Desestimemos la ruta alternativa que nos demoraría demasiado pues la noche nos caía encima. Así que nos dirigimos a la taquilla para comprar nuestro pasaje. La energía de sus piedras nos removió las entrañas al ver que el pasaje más económico subía a 35 dólares y estos ascendían hasta los 120 en clase exelence para un trayecto de apenas 2 horas.
De nuevo mi presencia complicó la compra. Los trabajadores de taquilla nos mandaron a equipaje para consultar mi viaje. Allí, en la puerta, no pusieron contratiempos siempre que viajáramos con el tren de la noche ya que era el único que disponía de bodega y yo podría ir atado allí. Compramos los billetes. La noche se presentaba espectacular en ese hermoso pueblo, un mercadillo bajo las estrellas y paseos por los callejones de piedra dejaron paso a la salida del tren. No es oro todo lo que reluce. Llegamos temprano, Tres se acercó a preguntar a equipaje. Esta vez, en la puerta no querían asegurar nada así que la dejaron entrar para hablar con el encargado. Un hombre estresado y con pocas ganas de encontrar soluciones negó mi ingreso ya que, según decía, mi presencia sin una caja homologada ponía en riesgo su puesto de trabajo. Un buen rato de súplicas y después de un oportuno llanto, el hombre entró en razón y aceptó la propuesta de meterme dentro de una caja de cartón. Empezaron los contratiempos, por suerte, el tren iba con retraso ya que un derrumbe en la vía llevaba todo el día posponiendo las salidas de los trenes.
 Desesperados mis acompañantes recorrieron los puestecitos en busca de una caja gigante. Esta no fue hallada pero un ingenioso apaño de Uno con un par de cajas pequeñas nos sacó del apuro. Ya dentro de la estación y después de hacer una interesante amistad con Rambo, un perro callejero que daba la patita, mis acompañantes, esos malditos bastardos, me cogieron como una mísera cabra y me ataron de patas con la intención de meterme así dentro de la caja. Me zarandeé hasta que hice añicos la caja. En vista de las dificultades y siendo ya la hora de iniciar la marcha del tren los trabajadores cedieron y pude subir a la bodega atado como en un principio sugirieron.
El estrés de la última escena dejó a mis acompañantes inquietos, nervios que fueron sosegados y convertidos en risas gracias a dos divertidos argentinos que viajaban con sus dos gatitos, que por vez primera salían de su país y se disponían a trabajar en un hostal del pueblo de Machu Picchu.
Nuestra llegada se postergó hasta las dos y media de la madrugada. Allí dudamos si acostarnos ya que pensábamos despertar a las cinco para llegar a la cumbre a la salida del sol. Los ojos cedían así que nos dirigimos a un hostal, que por nuestra sorpresa, tampoco era demasiado caro por los lujos de que disponía y que no aprovecharíamos.
Sonó el despertador, que por primera vez en meses, hizo realmente daño. Poco después emprendíamos la ruta hasta el deseado Machu Picchu tras escuchar un grito que nos advertía la compra de unos boletos. Como nosotros subíamos a pie ignoramos la advertencia. Después de media hora de camino llegamos al puesto de control de Machu Picchu. Allí un vigilante nos pidió nuestros boletos de ingreso. No siempre, pero a veces a las advertencias hay que hacerles caso. Los boletos que antes nos ofrecían no eran para el autobús sino para la entrada a las ruinas. Uno deshizo a toda prisa el camino para volver con los tickets. Descarados ciento veintiséis soles cada uno que sumado al trayecto en tren y contando que el sueldo mínimo de un peruano es de doscientos soles, esa magnificencia histórica quedaba muy lejos del alcance de los lugareños.
 El ascenso se inició tranquilo por un camino, pero al poco empezó la tortura. La altura, a la que nos parecía estar acostumbrados empezó a hacer estragos y miles de escalones interminables se desplegaban al paso de la que sería una prueba de fuego para nuestros pulmones y gemelos. Algo sin duda no apto para cardíacos y ancianos.
Tras una hora llegábamos arriba. Una gran multitud de turistas de todos los lugares del mundo se desplegaban en grupos para darnos la bienvenida. Nos acercamos dispuestos, por fin, a entrar cuando el portero nos negó el acceso por mi presencia. Este tampoco pretendía ayudarnos, pero después de la subida no estábamos para cuentos, así que entre gritos conseguimos acordar mi estancia durante la visita en compañía del vigilante de seguridad.
 
Ante los ojos de mis camaradas debiera haberse presentado la magnificencia de tan esperado paraje pero en vez de eso una blanca y densa niebla cubría el lugar y las desmoronadas esperanzas de mis acompañantes. Una de cal y otra de arena. Unos bocadillos de queso con tomate sentados en vista de la niebla dieron tiempo suficiente al viento para regalarles un brillante día de sol. Enorme paraje que sin la compañía de un guía desataba infinitas preguntas sin resolver. Por suerte unos reporteros franceses que trabajaban en un documental radiofónico acompañados de un guía en español les dieron respuesta gratuita. Bien poco se puede sonsacar de tan bello lugar. Resultó ser un gran laboratorio de experimentación con tubérculos de apenas quinientos años de antigüedad que fue abandonado al antojo de las inclemencias del tiempo con tal de que los colonos no lo encontraran jamás. A sabiendas de esto y tras el pertinente reportaje fotográfico acudieron en mi búsqueda.
El descenso se produjo sin contratiempos. Por el camino nos encontramos unos caramelos de coca abandonados que deleitaron a mis cansados acompañantes. A la llegada al pueblo encontramos de nuevo la pareja de argentinos que nos contaron que habían cambiado de trabajo ya que la dueña del primero era demasiado estricta. Después de almorzar unas pizzas nos dirigimos a consultar nuestra vuelta. Podíamos volver a pie pero Tres dudaba que realmente fuera un camino de dos horas. Así que cogimos billetes hasta Hidroeléctrica, la estación más cercana para iniciar, esta vez sí, la ruta económica la mañana siguiente. 
Esa noche dejamos correr el gustoso cansancio por nuestro cuerpo gozando de una habitación con TV por cable, ducha privada y un deseado y cómodo colchón.

El final de nuestra tortuosa ruta no podía empezar sin algún contratiempo. Unos trabajadores desinformados hicieron que perdiéramos el tren de vuelta, así que después de poner una hoja de reclamaciones a la empresa, empezó el regreso a pié. Hermosa opción de ruta tranquila por un camino ladeado por la vía del tren y el río, nos condujo tras un par de horas a Hidroeléctrica.


A la llegada, por nuestra sorpresa, nos esperaba un taxista que había sido informado el día anterior de nuestra presencia, dos perrofláuticos andan con pasta, perdidos y pardillos por estos lares. Así que nos astilló, de nuevo, un precio descarado para llevarnos hasta Santa María. Allí conseguimos que después de unas horas de frustrante rechazo una familia con el padre taxista nos admitiera en su ruta hacía Cuzco. Las anécdotas de este último trayecto las reduciremos en el olvido del padre de una mochila con mil soles en el pueblo de partida que exigió una vuelta precipitada y nerviosa después de mas de una hora de viaje y el inesperado mareo del hijo y posterior vómito sobre el jersey de Uno que, en un arrebato maternal, Tres puso encima del niño dormido en sus piernas.
El fin de la aventura llegó sobre las seis de la madrugada, después de casi diez horas de viaje. Medio dormidos regresamos a Abancay no sin antes pasar por el mercado de San Pedro para realizar una obligada compra y visitar la bonita Plaza de Armas de la ciudad.
De vuelta con nuestros amigos sabadellenses volvimos a encontrarnos sin hospicio, pero, tras charlar con el amo del anterior hostal este tuvo mejor onda al solidarizarse con la causa, pues él había trabajado como educador especial en otro centro de la ciudad. No teníamos tiempo que perder, de allí no saldríamos sin una caja para mi transporte. Esto estresó a Uno y Tres. Pasaron el día en búsqueda de una solución y los herreros de la zona no nos ayudarían, pues solo trabajaban hierro y este pesaba demasiado. Los carpinteros tampoco, pues se demorarían demasiado en construir un cajón. Hasta que finalmente busquemos una plastiquería, tiendas en las que solo comercian con plásticos, y allí encontraríamos un par de barreños de gran tamaño ideales para el ingenio que Uno tenía en mente para mí.



Esa misma noche, con la destreza de Uno en manualidades fabricarían el que iba a ser un tormento para los tres. Con la “jaula” lista ya solo faltaba un sedante para ahorrarme un poco de sufrimiento, Nazca era nuestro próximo destino, un viaje sin duda, acongojante para todos y desquiciante para mí. 




domingo, 17 de abril de 2011

Bolivia VI

Se paró la bomba de diesel. En el autobús, averiado y sin recambios, esperamos bajo las estrellas hasta que nuestros párpados no pudieron más. Al día siguiente llegábamos por última vez a La Paz.

Allí Tres esperaba celebrar el cumpleaños de Uno, pero no acabaría como hubiese deseado. Esa mañana me dejaron en el hostal, al poco, en el almuerzo, un avispado lugareño robaría el bolso de Tres con uno de los regalos de Uno y otros menesteres en el interior. Mas tarde, por la noche, irían al restaurante Mongo’s para celebrarlo “in private”. A la salida de este, quizás influenciada por cuatro copas de más, Tres insistió en consumir los polvitos mágicos de San Pedro que semanas atrás compramos en El Mercado de las Brujas, Uno, no obstante, se negó en rotuno. Por lo que a él respecta, hábil conocedor de dichas sustancias y sus efectos, no era recomendable consumir dicha sustancia en una ciudad, cuan menos en un hostal con toque de queda a las doce, que ya habíamos sobrepasado holgadamente. Lo que aconteció, tanto para mí como para Uno, fue una noche de insomnio y arduas paranoias. Tras la toma del indigestible cacto, Tres, en lo que pareció un enfado que no tenía que ver con la sustancia ingerida, cogió su equipaje y desapareció del hostal. Mientras tanto Uno se consumía en hogueras de furia por dicho acto que al poco pudo sosegar e intentar dormir para pensar-lo con calma al día siguiente. Poco menos de una hora bastó para que hiciese aparición Tres con sus maletas; “contrólame” dijo… Lo que para Uno y para mí dio por zanjado el día, dormimos mientras ella permaneció en la habitación deleitándose con sus visiones psicodélicas.

Foto de archivo de Mex
A la mañana siguiente nos acogerían en casa de Mex, el argentino televisivo. Allí nos reuniríamos con su compañero andaluz y su respectiva compañera. Para cenar, cuatro invitados de nuestras tierras harían aparición y junto a un simpático hondureño nos pondríamos las botas con Paella y “Pa amb tomaquet”. Era el cumpleaños de Uno y, como no, no pudo faltar una buena tarta de queso para la ocasión. Proseguimos con charlas, cervezas y vino que Tres no pudo digerir, su noche de insomnio anterior la dejó fuera de juego y al rato cambiamos nuestros acompañantes por cálidas sabanas.


En el hogar de Mex disfrutamos de un poco de tranquilidad. Desde allí nos dispusimos a visitar la ciudad, pero Bolivia nos la tenía jugada, como en Sucre encontraríamos museos cerrados uno tras otro. Dado que no tendríamos pasaportes en una semana Uno decidió tatuarse el brazo a bajo coste bolivariano. Recorrimos la ciudad en busca de el mejor tatuador y Marcelo en Pepe’s Tattoo pareció la mejor opción. En poco tiempo tuvimos las ideas y en cuestión de una semana lo tendrían listo. Mientras tanto abandonamos la cálida morada de Mex y ya desde nuestro hostal predilecto “Norte” rebautizado como “Tola” prosiguieron días de frikismo Woldofwarcraftquiano en el ciber para mis acompañantes.

Los días que se prolongaban eternos daban paso a amigables noches en compañía paceña con deliciosas pizzas y trasnochadas de Uno y Tres en discotecas del distrito. El tatuaje no avanzaba, las respuestas se sucedían; “vuelve mañana”… Cansados de tanto ciber y tras pasar la tarde en una pospuesta rúa de carnaval, buscaron alternativas culturales. Pocas habían, pero una obra de Brecht, Opera de tres centavos, haría las delicias de Tres. La noche prometía pero como era de costumbre destrozaron la obra convirtiéndola en una telenovela, que, para sorpresa del público, mis dos acompañantes abandonaron a la mitad.

       Cuando llegaron al hostal una chica harta ebria divagaba en la entrada. Uno y Tres le hicieron caso omiso pese a que esta se dirigiese a Uno con balbuceos incomprensibles. Ya en el patio del hostal Uno hizo mención de la chica; quizás fue feo ignorarla. Tres en la habitación empezó a resentirse y salió en su búsqueda. La chica, una colombiana de poco más de 20 años, entre risas tristes contó a Tres que la acababan de violar en el hostal donde se alojaban ella y su novio. Él, narco de profesión, había partido para Cochabamba en uno de sus encargos de cocaína. Ella estaba sola, indocumentada, sin su equipaje, sin dinero, con heridas en su brazo izquierdo, desesperada, ebria y asustada. Tres decidió acompañarla a su habitación y quedarse con ella hasta que abandonara la botella de vodka y se durmiera. En su dormitorio la chica le contó que 5 de sus 7 hermanos y sus dos mejores amigos, uno de ellos era el padre de su hija de 3 años, fueron asesinados debido al narcotráfico y que desde entonces no podía dormir sola. Así que terminamos durmiendo yo, Uno, Tres y la chica en nuestra cama. Por la mañana intentaríamos ayudarla.


       El lunes era el día en que el tatuaje de Uno debía empezar a marcar su piel, pero no fue posible, Marcelo había “enfermado”. Cansados de esperar, ya que esa misma tarde recuperaron los pasaportes, dieron un ultimátum; “si el martes no tenemos el dibujo nos vamos”. De vuelta al hostal la chica no estaba, tampoco sabíamos como ayudarla, Tres intentó acompañarla al otro hostal y llevarla a la policía, pero con su historial no creíamos que fuera lo más adecuado. El desenlace nos dejó con mal sabor de boca, solo esperar que el tiroteo en Cochabamba entre narcotraficantes colombianos que poco después vimos en las noticias no tuviera ninguna relación con su compañero.

Llegó el martes sin gratas respuestas y nos fuimos a comprar los billetes que nos llevarían a Copacabana. Volvimos a la pizzería de nuestros amigos pero la noche se tornó enfermedad. El día siguiente los tres guardamos cama en tan claustrofóbico hostal y perdimos los billetes que no hubo más remedio que volver a comprar.



Por fin abandonamos La Paz, atrás dejábamos interminables horas de ciber y algún que otro amigo. En Copacabana, lugar turístico por excelencia, nos dirigimos a las horillas del lago Titicaca para embarcarnos a La Isla del Sol. A nuestra llegada la simplicidad de la isla no nos sobrecogió, algo que a la mañana siguiente cambió de perspectiva. Isla cien por cien rural sin un solo automóvil con costas, playas y montañas de espectacular belleza rodeada de pequeños islotes en medio de tan descomunal mar de agua dulce.


Allí sería el lugar elegido por Uno para tomar el tan bien reservado San Pedro. Tremenda insolación bañada en aguas heladas. Búsqueda inexorable de fósiles por Uno y pianos rupestres delirantes de Tres darían paso a la última noche en Bolivia. A la mañana siguiente, de retorno a Copacabana, nos hallábamos sin un bolivariano en el bolsillo y sin posibilidad de sacar en los averiados cajeros de la ciudad. El delicioso y económico restaurante en el que almorzamos sería nuestro salvador, a cambio de una suculenta tasa nos proporcionó el cash necesario para llegar a Perú.

Fue necesario rogar al conductor un buen rato para que me dejasen subir al bus, algo que vaticinó una dura ruta por las vías peruanas. Llegaron las seis y partimos hacia la frontera del que sería un bello país.